martes, 28 de enero de 2014

Escenarios traumáticos

Sí, esa foto no dejaba lugar a especulaciones. La había tomado mi padre en aquella barca del Retiro. Mi hermano mayor, Claudio, remaba sustituyendo a mi padre mientras hacía la foto.   Mi madre me tenía entre sus piernas y me abrazaba para evitar que, con mis juegos, pusiera en peligro la estabilidad de la barca. Todos sonreíamos, era la imagen de una familia “normalmente” feliz. Una hora más tarde, mi madre nos abandonaba. ¿Por qué, entonces,  la había conservado tanto tiempo?, ¿por qué era ésta la imagen elegida? En casa no había ninguna de ella. Mi padre las había hecho desaparecer. Sólo algunas, recortadas para suprimir su imagen, podían intuir su presencia junto a nosotros.

 Sentí un vértigo, quizás era ese olor a sándalo, a vainilla, ese aroma ácido, el dulzor y la  frescura  del azahar. Era el olor de mi madre, el olor inconfundible de su perfume. El olor con el que me abrazaba. ¿Cómo podía recordarlo con tanta intensidad?, ¿cómo aún me evocaba la misma emoción de tibieza y dulzura? Lloraba. Me mareaba, volví a sentir que las piernas no me sostenían.

¿Qué te pasa, no estás bien? Oía, muy a lo lejos, las voces de mis compañeros que, seguramente, comenzaban a asustarse de mi comportamiento nada habitual. Yo era un experto y ellos, los nuevos, que aún pasaban su periodo de prácticas en un oficio oscuro, que no se aprende en una maestría profesional y, del que, sin embargo, se requieren conocimientos sofisticados y del que se exige una eficacia de excelencia.  Parecía un servicio rutinario. Por eso el jefe me los había encomendado. Una mujer se había cortado las venas en la bañera.
Ya habíamos hecho otros servicios como ése. Era de los más limpios. Aunque dependía de la eficacia de la víctima o, quizás, de lo que lo hubiera premeditado. Si lo hacía en una bañera con agua caliente, si cortaba las venas a lo largo de su brazo; entonces el suicida apenas dejaba rastro. Lo que no parecía el caso.  Nos habían avisado desde la pensión y eso presagiaba que la mujer podía haber hecho una carnicería al tener que realizar numerosos intentos hasta conseguir desangrarse. Aún así, el trabajo era rutinario, clasificado de rutina 3.3. Sólo había que seguir el protocolo.

Cuando llegamos, la sangre mezclada con el agua había sido ya evacuada de la bañera por la policía, cuando retiraron el cadáver por orden del juez. Nos enfundamos los monos blancos, guantes desechables  y tapamos nuestras bocas con mascarillas para evitar tanto los malos olores como sobre todo para protegernos de  posibles contagios. En estos casos el VIH era el más pausible, son los drogadictos los que más suicidios protagonizan. El olor dulzón de la sangre continuaba en el cuarto de baño, también algunos regueros de un rojo negruzco  caían como lágrimas del borde de la bañera. Seguramente, la suicida, mi madre, habría apoyado sus manos sangrantes y contemplado cómo se le iba la vida. Parecía una muerte plácida, deseada, hermosa. Las salpicaduras  -huellas de sus intentos ineficaces-  manchaban la blancura mate de los azulejos, esparcidas como pigmentos espontáneos, impulsivos, en un lienzo expresionista; no mermaban la belleza de la posible escena del crimen.  Raspamos, limpiamos con  lejía diluida en agua en una proporción de 1:10 mezclada con una solución de glutaraldehido y desinfectamos con  agua oxigenada rebajada con un preparado de  hojas aromáticas. Éramos una empresa reconocida y eficiente. El cuarto de baño recuperó su cotidianeidad.

La dueña de la pensión insistió en que retiráramos los efectos personales de la víctima de la habitación. Ningún familiar se había hecho cargo del cadáver. Había que recoger y guardar en cajas de cartón que, precintadas, debíamos entregar a la policía judicial. Era una habitación como tantas, sin pretensiones estéticas, sin rasgos personales del huésped. La dueña tenía prohibido que colgasen cuadros, póster o cualquier objeto que dañase la pintura d e las paredes. Un armario empotrado de hojas corredizas, una mesilla y una cama recubierta por una colcha de password como único elemento que atenuaba la sencillez de la estancia. Un amplio ventanal atiborrado de geranios y otras plantas la dotaban de cierta alegría y le conferían la impresión de espacio vivido. Allí precisamente, en el alfeizar de la ventana, estaba el portarretratos con aquella foto.

Me desmayé.

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