domingo, 28 de noviembre de 2010

El. Ella, Ellos, los dos



El

Ni gallardo ni altanero ni sus ojos de aceituna, José María Pelagio Hinojosa Cobacho, "el Tempranillo" tenía, como todos los que se echan al monte, hechuras de garriga. Chaparrito y apretao, enjuto, bien fajao, hirsuto y apatillao, los ojos a navajazos, los andares abiertos del que cabalga sin silla y andaba algo tumbao de su pierna derecha, la del trabuco. Se cubría hasta las cejas con un pañuelo anudado bajo la oreja derecha que griseaba de sudores y que le daba a sus ojos la negrura de las noches sin luna. Una jarapa rondeña cruzaba su torso con la misma hidalguía que la banda de un general, calzones pardos del roce, con polainas y botas de montar cortas y sin curtir, heredadas de su abuelo Manuel, el de Ubrique, y que , como él, lustraba con grasa de caballo cada noche a la luz de la candela junto a sus hombres. Ese pequeño gesto era, como él decía, por orgullo de pobre y por rabia acumulada de vejaciones.

Ella

Gallarda, altanera y con ojos de aceituna, Clarita Meléndez y Sánchez de Puerta, “la sobrina” tenía, como todas las niñas que nacen para heredar, el porte de los viejos linajes azulados. Espigada y juncal, se desplazaba ondulándose y dándole a sus gráciles formas un aleteo de mariposa y a su cabellera rubia bermeja un compás por alegrías. Parecía envuelta en una luz sedosa que la hacía clarear desde la piel hasta la mirada. Las ropas blancas y almidonadas le olían a jaras y retamas, a claveles y azucenas. Había sido mimada y educada como correspondía a las niñas de posición social de las que se espera que hagan un buen matrimonio alargando los apellidos y las fincas más allá del horizonte, por lo que mostraba a su edad núbil la altanería caciquil de los de su casta que expresaba en un finolis andaluz y hasta en un francés de flor de lys.

Ellos,

Que se conocían desde niños, sería un decir, si no los hubiera separado, además de la conciencia de clase, la mirada hosca del aya inglesa que se clavaba en todo aquel que osara acercarse a más de unos metros no ya de la pequeña sino del jardín regado y cuidado por la madre de José para deleite de la pequeña. La había escuchado reír y llorar según unos caprichos infantiles que le desazonaban pero oía embelesado cada atardecer el sonido de su música al piano que le aliviaban de los quehaceres de toda la jornada. Ella le había dedicado algunas miradas esperando compartir complicidades furtivas que él había rehusado con rabia contenida. Servían los suyos a esa familia desde tanto tiempo que ya no distinguían los deberes de las humillaciones y él , José, el último en soportarlas. Pero la que más le dolía era la que le hicieron a su padre un día de jueves santo cuando D. Miguel, el encargado, había entrado en su choza y sin mirar a nadie había dicho, Paco que te llama el señorito que quiere que lo acompañes y que lo lleves al pueblo que hoy procesionan al Cristo de la buena muerte. Lávate un poco no vayas a ir con toda la mugre puesta. Y paseó con el señorito que señoreó de mozo llevándolo enlazado por toda la calle mayor como si fuera un perro. Lloró en silencio tantas noches mirando a su padre que desde entonces perdía la mirada, el habla y temblaba de un temblor que lo ocultaba. Y solo el silencio les daba compaña cada noche cuando hasta la intimidad les dañaba.

Los dos

Fue una madrugada de niebla y escarcha en los encinares, de tibia luz entreverada de lilas y verdeada de humedades, el aire no lo anunciaba pero ya bramaban los ciervos presintiendo que alguien los acechaba. José estaba con el señorito, en la loma de cigarrales, desde donde se divisaba toda la raña cuando se acercó la niña. Montaba un caballo alazán que competía con el dorado de su cara, ¡!Qué hermosos!!, se le había presentado la belleza de cara, allí estaba para admirarla arrobado. Le lanzó los brazos para bajarla y ella se le fue deslizando a poquito, a poquito hasta que se alcanzaron en sus miradas. A ella la delataba el verdor de encelada y a él se le escapaba la noche desde sus ojos hacia su cara. La besó in extremis. La esperó tras la tapia la siguiente madrugada. Y la dehesa entera se encelaba. Cuando llegaban a las puertas de la cuadra, el chasquido de una escopeta los esperaba. Aquí mismo te mato, le dijo aquel señorito que tanto odiaba. Y lo hubiera hecho si no se cruza la niña demudada.

Quince años tenía José, tempranillo se echó al monte donde le aguardaba su suerte echa leyenda de asaltador de ricos para dárselo a los pobres, donde perdería su vida otra mañana traicionada.

viernes, 12 de noviembre de 2010

martes, 2 de noviembre de 2010

Griegos...


Por aquel entonces empecé a sentirme dios. No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca, el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra, que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos, que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros, inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo la... cálida presencia del amor.

Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano)