sábado, 28 de noviembre de 2015

Relatividad




No lo había previsto
y así
andando por estos caminos




Vislumbré el horizonte
tan lejos
que te me fuiste desdibujando



o
velando en el tiempo
                         Así
es como dicen




que la relatividad juega a equivocarnos de sitio

miércoles, 14 de octubre de 2015


¡Lo que no haga una madre!


He mirado el reloj a las 2’15, a las 3’37 y la última a las 7’45, que son las que el aparato de la mesilla marca ahora en grandes números rojos. No puedo dormir sin tener a mi cabecera esos dígitos luminosos. Suelo despertarme una o dos veces cada noche, no sé bien si porque me desvelo o simplemente es que me tranquiliza mirar el paso del tiempo en el reloj, o, quizás, es ya una obsesión lo que altera mi sueño, que no se calma hasta comprobar en la pantalla del radiodespertador que las horas discurren imperturbables.  Nada de eso me causa ningún trastorno pues me levanto descansada  y con la sensación de haber dormido profundamente y de un tirón. A veces, he pensado que lo soñaba. Jorge me  amenazó con marcharse a otra habitación si programaba aquel amodo de huevo sideral que me compré en Colliure, cuando fuimos a visitar la tumba de Machado el verano pasado. ¡Lástima¡, podía emitir varios sonidos que imitaban la naturaleza 
–pajaritos piando, el rugir de algún viento, y así hasta doce o trece sonidos de la madre tierra- o emitir una luz tenue con el intervalo que se deseara. Lo programé una noche con las olas del mar y Jorge lo arrancó del enchufe después de volver de mear. Dice que el ruidito del agua oprime sus esfínteres. Ahora lo ha quitado de mi vista para que no vuelva a intentarlo con otra sugerencia campestre. 

La alarma está programada con RNE para las 8 horas, me queda un cuarto de hora para rumiar el plan que nos hemos propuesto –Jorge y yo, mi hijo todavía no sabe nada- para “salvar” a Luis del sofá. 

Desde que volvió de casa de mi hermana, el verano pasado, Luis no sale del sofá desvencijado que  instaló en su cuarto. Es uno de esos futones japoneses que compró mi cuñada en uno de sus alardes unilaterales de estar a la última, y que todos probamos, cuando nos invitó a su casa para demostrarnos los beneficios de las posturas orientales. Ninguno de nosotros, me refiero a nosotros y al resto de cuñados, fue capaz de levantarse por si mismo después de dos horas tumbado en el  dichoso artefacto. Como las modas son, por definición, pasajeras, lo sustituyó por otro, en este caso, noruego; no sin advertirnos que lo hacía porque los occidentales estamos ya agarrotados por generaciones y que lo pagaremos con cuantiosas facturas de fisioterapeutas que no pueden luchar contra nuestros hábitos mentales. Amen. Fue cuando Luis le pidió el futón. Y allí pasa su vida desde entonces. No asiste a sus clases ni se reúne con sus amigos. Nunca nos ha dado una explicación, ni intentado pretextar alguna dolencia, ni lo justifica con una astenia primaveral, no sólo porque estamos en pleno invierno, si no porque en el sofá lleva una actividad frenética: escribe mensajes, actualiza sus páginas webs, dibuja maquetas para discos, lee y relee pdfs, hace fotos, compone y escucha música, recibe llamadas telefónicas y visualiza sus series favoritas una y otra vez. Duerme 7 u 8 horas y se deja lavar pacientemente, quizás por no escucharme cuando le enumero las enfermedades que puede contraer con la falta de higiene. Se levanta al aseo para sus necesidades y yo vigilo sus heces por si comienza a estar estreñido, otro de los males que  puede ocasionarle la falta de movimiento. Le he reforzado las verduras y los cereales integrales y no se opone a la dieta –Luis siempre ha comido de todo- aunque noto que ha metido dos o tres kilos en estos cuatro meses. 

  • Cariño ¿a ver si lo único que conseguimos es que salte de sofá a sofá? –le dije a Jorge mientras preparaba el café-
  • No hay ninguno en esa casa. Te he dicho que es una vivienda rural que no ofrece ninguna comodidad: ni electricidad, ni gas, ni ningún artilugio a los que estamos habituados. Tendremos que sacar el agua del pozo y desplazarnos en burro para acercarnos al pueblo. Sólo una baliza que podemos activar, como en los barcos, en caso de peligro. – dijo-


Fue Jorge el que entró en su cuarto y lo despertó

  • ¿A dónde? –escuché que dijo Luis escuetamente-
  • Al fin del mundo. –Jorge resumió el plan en esa sentencia, mientras daba por teléfono, las ultimas instrucciones a su secretaria-
  • No iré
  • Tu vas por delante, cariño, los tres solos enfrentados a la naturaleza. Nos vendrá bien a todos ¿no te parece?- dije interrumpiéndolos y pasando a guardar sus cosas en la mochila-
  • ¿Desde cuándo os interesa la naturaleza?
  • Tampoco habrá mucha. 

No opuso resistencia. Tres horas de autovía y casi una hora de pista rural. El camino comenzó ascendiendo suavemente hacia un  altozano donde se divisaba una vivienda. Lo que parecía a la mano, se hizo interminable. La ruta  discurría por senderos de áspera belleza, por tierras sometidas a duras jornadas de soles y vientos que las  han raspado hasta destaparles sus  colores minerales  ocres, malvas, grises y rojizos y han esculpido sabinas y enebros componiendo un universo de volúmenes, vacíos y líneas retorcidas. Caracoleamos duros barrancos lagarteando las rocas que apenas dejaban espacio entre la ladera y el precipicio. Atravesamos los cauces  casi  secos de arroyos imposibles sembrados de piedras y obstáculos. Ninguno de los tres habló durante el trayecto.

  • ¿Qué has metido en esta caja? –se quejó Jorge-
  • Libros, libros para los tres. 
  • Voy a sacar agua del pozo. Yo hago hoy la comida.-dijo Luis, como si nos tuviera habituados a su voz y a compartir los quehaceres culinarios-
  • No gastes las verduras que por aquí parece difícil que encontremos otras.
  • Mañana vendrá Gaspar y saldremos a cazar liebres. Comeremos lo que cacemos y recolectemos.
  • Jorge tu sabes que me horrorizan las escopetas. Yo no puedo ver matar a animales. Podías haberme consultado.
  • No habrá armas. Aquí se cazan con perros y hurones. Os enseñaré. De niño solía salir con él y con mi padre.
  • Aquí no hemos venido a admirar tus alardes campesinos.
  • Quizás nos venga bien saber quiénes somos.



Comimos unas berenjenas deliciosas con orégano y tomate. Bebimos un vino de pitarra. Luis bebió delante nuestra dos o tres vasos, como si fuera un experto. Nos sentamos envueltos en mantas en torno a la chimenea. 

  • ¿Serán lobos? –dije asustada por los alaridos de alguna bestia-
  • Querida, esto es casi el desierto. –dijo el experto-

Luis salió fuera y comenzó a aullar. Su padre, lo imitó. Yo empezaba a creer que la terapia estaba dando resultado. 

  • ¿A qué hora os fuisteis? No os sentí salir.
  • Querida, son las doce del mediodía. Has dormido sin despertador. Esto está dando resultados.
  • ¡AJJJ, qué asco¡ ¡cómo llevas ese gato sangrando¡ No tenéis corazón, habéis matado un animalito indefenso.
  • Es una liebre y le he roto el cuello con mis propias manos, como me ha dicho Gaspar, para que no sufra. Un chasquido y lista.




Me contuve. Pero empecé a saber que esto era más difícil de lo que imaginé. No pude probar ni un bocado de aquella carne que guisó Gaspar y que dejó esparcido por toda la casa, su olor dulzón a clavo –lo odiaba- y a laurel –Jorge rechazaba esa hoja que le recordaba a cualquiera de los guisos de su madre-. Nuestro hijo dio buena cuenta de lo que para él parecía un manjar.

  • Mamá, nunca hacemos estas cosas en casa. 
  • ¿Quién se viene a ver la puesta de sol desde aquel otero? –nos propuso Luis-
  • Está muy lejos, cariño, y estoy cansado de la caminata de esta mañana. ¿Lo acompañarás tu, mujer?
  • Si vamos todos, me da miedo que nos perdamos, está lejos

Subimos a aquel altozano. La tarde no era muy fría pero soplaba un viento con el que también tuvimos que enfrentarnos. Me arañé las manos tratando de sujetarme a las raquíticas ramas, cuando pretendí que me sujetaran al tener que bajar una pequeña pendiente. Luis se deshilachó la sudadera escalando la última ladera. Yo llegué a la cima dando una vuelta que me hizo perderme la puesta de sol que esperábamos. No hablamos en todo el trayecto. Los tres sentados con las rodillas agarradas, mirando un cielo alumbrado de lilas y humedecido de nubes encarnadas. Jorge nos abrazó a los dos. El silencio embelleció el momento.


  • No me pasará nada, está Gaspar.
  • Yo ya he tenido bastante campo, quédate con tu hijo, si quieres.
  • No puedo, lo sabes.
  • Te dejo el móvil, aquí hay cobertura.
  • No podré cargarlo. Gaspar os dará mis noticias.
  • Hijo, no puedo estar sin ti.
  • Yo también os quiero.

Descendimos buscando red en nuestros I-pad. 






sábado, 29 de agosto de 2015

Foto con memoria

Esa foto no deja lugar a especulaciones. La tomó mi padre en aquella barca del Retiro. Era mayo y el sol calentaba en aquellas primeras horas de la tarde. Mi hermano mayor, Claudio, rema sustituyendo a mi padre mientras hace la foto. Mi madre me tiene entre sus piernas y me abraza. Puedo oler de nuevo ese olor a sándalo que exhalaban sus brazos al apretarme. Mira sin ver desde sus enormes gafas negras. Es la imagen de una familia "normalmente feliz". Una hora más tarde mi madre nos abandonaba.