lunes, 25 de febrero de 2013


Azul, era una tarde de un azul frio que pelaba. Azul que rilaba grisalla desde que Pascual me había dicho: iremos al cine, es de Bergman y como por amortiguar me hacía cómplice de esa emboscada, ¿te parece?, paso a recogerte cuando salga del coro. Y allí estábamos los dos, en aquel cine de los soportales que aunque gozaba entre los universitarios del prestigio que le otorgaba la nueva denominación de arte y ensayo, no lograba ocultar su leyenda de teatro maldito construido sobre las ruinas de un antiguo monasterio de lo que provenía la amenaza de desplome de la sala en aforo completo como venganza de las santas ruinas. Y esto me lo contaba mientras hacíamos la cola, lo que me faltaba!!. Leyenda que repetida a unos conocidos que hacían la cola se me estaba convirtiendo en una premonición de lo que  la tarde auguraba. Máxime cuando los conocidos –de rigurosa pana antifranquista- habían comenzado con el interrogatorio repelente-sabelotodo: como sabéis en la filmografía de Bergman siempre están presentes….no habéis visto entonces la anterior…entonces no se si vais a comprender bien…Hablaban en un castellano superior que escuchaba como si fuera una lengua ajena y del que sólo captaba la entonación interrogatoria que -cosa que aún oscurecía mas la frase- nunca esperaba respuesta.

 Por fin en la sala y sosegada por el rojo de los asientos de butaca que templaba el nimboazulado de la entrada, disfruté del recinto que acumulaba esplendores provincianos. Tres pisos y un patio de butacas, terciopelos y dorados, anfiteatros y palcos  menestrales,  plateas  agroburguesas…parafernalia que sin embargo no desasosegaba a la entrada más canalla. Rojo.

Rojo que inundó la pantalla desde el comienzo. Rojo de un rojoprimerplano que imponía la sensualidad de los  objetos de exquisito gusto de salones acomodados de comerciantes hanseáticos y que se hacía oferente carne durante los interminables planos que la cámara amante nos imponía. Rojo  antónimo del blanco que deslumbraba la frialdad que se palpaba, que se mecía en rozamientos y miradas heladas, desatentas y, sobre todo, de una crueldad intimista que se cortaba.

De qué iba aquella historia de mujeres ahogadas en la represión de unas pasiones que las desbordaban? De qué iba aquella Piedad compuesta por unos enormes pechos fértiles que no amamantaban a la amante muerta. Todo en blanco, blanco que me desasosegaba, me asfixiaba…

Maniqueismo en rojo blanco…eso era todo lo que yo alcanzaba...

 

Estaba atrapada por las imágenes cuando el negroluto se impuso y con ello la sesión terminaba. Negro final, negro ensayo. 

 

Retardamos el levantarnos como si se nos hubiera contagiado el ritmo exasperantemente lento de la película o quizás tratábamos de sacudirnos 150 minutos de asfixiante humanidad de los que  necesitaba salir huyendo a toda velocidad.   Huir de esa claustrofobia en rojo y reencontrar el azul. No había entendido lo más mínimo, ni siquiera sabía si aquello había relatado una historia. Había asistido al drama de unos personajes que en la más descarnada proximidad me habían vomitado sus rojos desafectos y  sus angustias en blanco. No había entendido nada. Salir al frio azul y recuperar el estremecimiento. Recuperar la inocencia, recuperarme.

 

 El pánico se apoderó de mí en cuanto acabé de colocarme la trenca de cuadros con la que había querido entretener la mirada de mi compañero que atento esperaba. Seguimos haciendo que nos ajustábamos las prendas contra el frio que ya se presentía desde el hall de entrada. Los conocidos habían desaparecido. Respiré aliviada, estaba segura que habían detectado mi incultura cinematográfica entre otras y no habían deseado comentar la película con alguien que no podría expresar un sesudo comentario. Pero yo, respiré. Y como si eso se trasmitiera por empatía, oí el suspiro de Pascual con el que me sentí acompañada. Me atreví a mirarlo y allí estaba su preciosa sonrisa que cargaba de ternura su mirada, que?, dijo. Rojo, rojo y blanco, Pascual. Eso mismo digo yo. Te acompaño. Vale.